Francisco López Lloro



Francisco López Lloro con sus alumnos (Gentileza de Alberto Calvo Obedé)
Francisco López Lloro nació en Esquédas el 28 de septiembre de 1886 (localidad situada apenas 10 kilómetros al oeste de Huesca, en dirección a Ayerbe). Era el cuarto hijo del entonces Administrador del Conde de Sobradiel en ese pueblo. A pesar de su posición digamos privilegiada, su destino era trabajar en el campo. Pero Francisco tenía otras aspiraciones y con duro esfuerzo fue capaz de obtener la carrera de maestro a la edad de 26 años, en 1912 (me contaba mi abuelo que estudiaba a la luz de las velas, a la vez que ayudaba a su familia en las faenas agrícolas). Quizás esta peripecia le marcó toda su vida, contaba que tuvo novia en la juventud y que cuando ésta le preguntó quien tendría la llave de la caja, “yo por supuesto” le respondió, fue entonces cuando le dejó. A partir de ahí, su vida fue el Magisterio.
Llegó muy pronto a Villanueva de Gállego, antes de 1920 y ejerció su profesión durante al menos treinta años, se marchó a un colegio a Zaragoza hacia 1950. Vivió en este pueblo los convulsos tiempos del reinado de Alfonso XIII, la República, la Guerra civil y la posguerra Franquista, a lo largo de todo este tiempo no tuvo nunca ningún problema, no fue molestado por nadie y sin embargo fue admirado por todos.
Casa natal de López Lloro, con su sobrino Pascual

Cristóbal Carceller dice que fue uno de los mejores maestros que tuvo nuestro pueblo. El hombre tenía el gran trabajo de desasnar a unos cuarenta enanos, algunos de mala leche y por los que se desvivía para que aprendiéramos a leer, escribir las cuatro reglas y todo lo que diéramos de sí, pues él nunca se cansaba. “A veces se enfadaba y nos llamaba “cernícalos” y “energúmenos” y nos decía que éramos peor que el caballo de Atila. En el último año que fui a clase, yo era el primero y Abel Artal el segundo. Estábamos por encima de todos en todas las asignaturas, hasta que llegó Fidentino Longas. Con sus lápices, carboncillos y demás útiles de dibujar y nos dejó a todos a la altura del betún en dibujo, pues ya apuntaba entonces a la excelencia que llegaría después en pintura”. Cristóbal guarda un buen recuerdo de D. Francisco, como el resto de sus compañeros de estudios de entonces, y resalta que no recuerda “hubiera ningún analfabeto” en el pueblo gracias a su labor.
Comía en casa de mi abuelo y dormía en las viejas escuelas que estaban pegadas a su vivienda, esto le permitió tener una gran amistad con el maestro, quien le contaba muchas cosas de su vida y de sus experiencias. López Lloro luchó junto con su compañera de clase, Pilar Monzón, para que el vetusto edificio que alojaba las escuelas se trasladara a otro mejor, y lo consiguió. Las ventanas del nuevo centro  daban a la vía el tren y, cuando pasaba algún mercancías los niños se volvían hacia las ventanas curiosos, en cierta ocasión pasó un convoy cargado de paja y los alumnos hicieron el movimiento de siempre, a lo que Don Francisco les dijo, ¡hijos míos tranquilos, no paséis pena, que aún queda más paja para tanto burro!
En cierta ocasión tuvo que salir de clase un momento y dejó al cuidado de la misma a un chaval que se encontraba cojo por una herida en la pierna, causada por una bomba durante la Guerra Civil, el chico no se pudo hacer con la marabunta y al regresar don Paco se encontró con la clase echa un lio. Don Francisco se enfadó muchísimo con el chaval y le castigó. Días después el mismo alumno sufrió las iras de otro profesor, al enterarse López Lloro se concaró duramente con su colega reprochándole la dureza, porque la creía injustificada y es que, para él, sus alumnos eran su vida y no consentía que nadie se los tocara o hicieran daño alguno. Pero el Maestro tenía una pequeña debilidad y es que le gustaban las chicas jóvenes, en cierta ocasión acudieron unas maestras jovencitas a las escuelas, cuando se marchaban al tren, Don Francisco les acompaña muy galante a la Estación y les ayudaba a subir al vagón, de paso el viejo profesor se recreaba en la jugada, una de ellas se dio cuenta y le contestó. “Se lo agradezco como si fuera mi papá”.
Este verano Paco Aspíroz, colega en este mundo del blog, me presentó a Pascual (sobrino nieto de Don Francisco y residente en Esquedas) me contó que lo recordaba durante las vacaciones y me señalaba el balcón donde solía entretenerse leyendo horas y horas, me dijo que cuando bajaba a Zaragoza solía visitarle y siempre lo encontraba o en la pensión “El Pasaje” ubicada en una calle del tubo y donde vivía, o en el Casino Mercantil, lugar que frecuentaba todos los días con una tertulia de amigos. Aspíroz en su blog escribe «Fue una persona que hizo comprender a muchos de sus alumnos que había vida más allá de las labores del campo en Villanueva y les animó a ampliar horizontes y cultura para salir de ese ámbito».
Francisco López Lloro falleció el 3 de diciembre de 1955 a la edad de 69 años, su cuerpo está depositado en un nicho del cementerio de Torrero. Mirando su sencilla lápida de mármol gris pensé, que en el de Villanueva debería haber algún espacio reservado para personas que dieron tanto por sus vecinos, sin ser nada o esperar nada a cambio y de las cuales queda un gran recuerdo. Tengo que reconocer que poco después de su muerte el Ayuntamiento decidió hacerle un homenaje y dedicar una calle con su nombre que discurre paralela a la carretera y parte desde el Paseo.

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